Ayer impartí la última clase de mi vida como profesor ordinario. Tiempo habrá, quizá, para solemnidades. En todo caso, la solemnidad la puso Marta Muñoz de Morales, cotitular de la asignatura, quien pronunció una cariñosa alocución, género difícil pero del que salió exitosa como siempre, ya se trate de Paris, de Friburgo o de Pensilvania. Le acompañaron los jóvenes doctorandos Luis Miguel Vioque (responsabilidad de empresas multinacionales), Alfonso de la Guía (criptomonedas) y Lorena Arrobo (violencia de género en Ecuador). Asistió también Marisol Campos, titular de Historia del Derecho, que contribuyo al asunto recordando que había sido mi alumna desde mi primer día de clase en la Complutense, hace exactamente 40 años. Aunque mi primera clase realmente tuvo lugar en la “Universidad paralela” que organizamos en Valladolid cuando el Gobierno de Franco decidió que la mejor universidad era la universidad cerrada. Estaba ya preparando las maletas para la Universidad de Colonia ya que mientras estuve sometido a proceso por el TOP no podía ser ni ayudante ni becario en España.
España es una madre difícil, como decía don Marino Barbero Santos, mi maestro. No lo quieren saber los que enarbolan la bandera nacional como arma sobre las cabezas de todos y tampoco lo sabrán los que la enarbolan con banderas de más colores, a pesar de que la raíz de los trágicos fracasos del progreso en nuestra Historia haya sido siempre la esperpéntica división por cuestiones no principales.
Les conté ayer los alumnos que en 1970 había asistido yo a la ultima clase de mi abuelo Emilio Zapatero, catedrático de microbiología, también durante 40 años, en aquella Universidad de Valladolid. Su especialidad eran los virus, por lo que hoy sería de los que salen en la televisión contándonos novedades sobre el COVID. Trasladé a mis estudiantes la doctrina de mi abuelo para los suyos: ocho horas de sueño, ocho de estudio y ocho de diversión, incluyendo en el núcleo de esta última la lectura reflexiva, entender algo de música y otro poco de arte. Por supuesto, también un tiempito para el amor y la fisiología.
Pero los alumnos no se libraron de la doctrina y en el resto del tiempo les explique la lección: los delitos contra la seguridad vial. Tuvimos suerte con el tema que tocaba, pues se trata de una criminalidad muy “democrática”, ya que todos podemos llegar a ser fácilmente autores o víctimas. Además, resultó exitosa la regulación legal adoptada en 2007 -gracias a la insistencia del Presidente Rodríguez Zapatero y su Director General Pere Navarro, entonces como ahora con casi todos los demás en contra, pues logramos acabar con un genocidio vial que hasta entonces creíamos que era el precio inevitable del progreso: entre nueve y cinco mil muertes al año en la carreteras, la mayor parte por culpa de otros. Pues bien, la introducción primero del carnet por puntos y del castigo penal agravado de los homicidios imprudentes, así como con una escalada de las penas para la conducción con exceso de velocidad, o bajo el efecto de las drogas y el alcohol, o con velocidad temeraria o con manifiesto desprecio de la vida ajena, han traído la reducción radical del desastre a los mil quinientos muertos en carretera al año y el gigantesco número de heridos graves que lastran sus vidas y a la Seguridad Social. Menos mal que Pere Navarro ha vuelto y está empeñado en reducir los accidentes aún más, frente a quienes entienden también aquí que la libertad es algo tan peregrino como conducir como les da la gana y tomarse una caña y unas bravas en cualquier terraza. En definitiva, un gran éxito político-criminal de una democracia madura, asesorada con expertos y científicos, que siempre han de ir juntos inspirando a los Gobiernos, para lo que intervino entonces la Comisión General de Codificación. Toda una lección también para la pandemia.
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