Por Ángel Luis López Villaverde
Publicado en El DIAdigital.es el 12 de diciembre de 2023
Corría el otoño del año 2000. Iniciaba mi segundo curso como docente a tiempo completo, tras pedir la excedencia como bibliotecario. Cumplía el sueño de ser profesor universitario. Estaba tan ilusionado como preocupado por el paso que había dado, pues, como Asociado, mi nómina había menguado notablemente. Pero era mi decisión. Y necesitaba engrosar mi currículum para consolidar mi futuro profesional. Mis publicaciones se limitaban entonces a un par de libros como autor y otros tantos como coordinador, además de alrededor de una decena de colaboraciones de más o menos impacto, entre capítulos de libros y artículos de revista. Un colega del campus, con el que compartía despacho, aunque era de otro departamento, me ofreció introducir contexto histórico para su seminario sobre minorías religiosas en España, dedicado a los judíos. Le agradecí el ofrecimiento y quedamos en que hablaría de los orígenes y evolución del conflicto palestino-israelí. Quería aprovechar la oportunidad para ampliar méritos. Duró poco la ilusión. Pocos días después, el organizador me pidió disculpas por borrarme del elenco de intervinientes. El programa contemplaba que el embajador israelí en España daría la charla introductoria. Y este había vetado la mía. Ni me conocía ni podía haber leído nada mío que le incomodara, pues no había escrito nada al respecto. En esos momentos, sentí impotencia. Mucha impotencia.
Pongamos marco temporal. Se acababa de enterrar el proceso de paz iniciado con los acuerdos de Oslo en 1993. Uno de sus firmantes, el ex primer ministro israelí Isaac Rabin, había sido asesinado en 1995. El otro, Yasir Arafat, presidente de la Autoridad Nacional Palestina (ANP), iba a iniciar su arresto domiciliario en Ramallah, que se prolongaría hasta su muerte, en 2004, probablemente envenenado. Los antiguos enemigos, cuyo gesto les valió el Nobel en 1994, pagaron con su vida su apuesta de paz por territorios. Mientras, con el cambio de siglo y de milenio, crecía el protagonismo de los “halcones” israelíes y de las milicias islamistas palestinas, opuestos a la negociación. Hamás, la milicia mimada por los servicios secretos israelíes para debilitar a la OLP de Arafat durante la primera intifada (1987-1993), iría creciendo en los años siguientes, por su oposición a los acuerdos de paz, y se fortaleció durante la segunda intifada (2000-2005), hasta convertirse en el peor enemigo del estado hebreo. El resultado lo estamos viendo. Una debilitada ANP, que apenas controla parcialmente Cisjordania, y un enfrentamiento entre un grupo terrorista que quiere borrar del mapa a Israel y el ejército más potente de la zona, que, en su intento de vengar los atentados sufridos en octubre –saldados con el asesinato de mil cuatrocientos ciudadanos israelíes y dos centenares de secuestrados— está provocando una masacre de civiles en la franja. Se han reportado más de dieciocho mil gazatíes muertos; el setenta por cien de los cuales son, al parecer, mujeres o niños. Una tragedia, que se suma a otras anteriores, y que nos pone ante una paradoja: los líderes que anteponen la paz a la violencia son señalados como traidores y acaban sucumbiendo ante los fanáticos. El mismo destino que los firmantes de Oslo había sufrido anteriormente el presidente egipcio Anwar el-Sadat, asesinado en 1981, tres años después de los acuerdos de Camp David, también con mediación norteamericana, que había puesto fin al contencioso entre Egipto e Israel.
El seminario comentado se desarrolló en febrero de 2001. El embajador israelí acudió al campus rodeado de guardaespaldas. Entendí por qué fui vetado. Quería imponer su relato victimista. El pueblo israelí, asediado por los vecinos países árabes desde su nacimiento, necesitaba defenderse para subsistir. En su interpretación, no había tal “conflicto”, sino una agresión árabe continuada. La propaganda sionista no admite matices. Habló de las guerras “de liberación” (1948-1949), de los “Seis Días” (1967) y del Yom Kippur (1973). Para que no peligrara su narrativa se saltó la guerra del Sinaí o “crisis de Suez” (1956). Al terminar, abandonó el salón de actos rodeado de su nutrido servicio de seguridad. En el fondo, sentí cierto alivio, por no haberme visto escrutado en esas condiciones. Aprovechando que mi clase empezaba a continuación, expliqué a mis alumnos las lagunas que había mostrado el embajador y les insistí en las diferencias entre judaísmo, sionismo y semitismo, para evitar las habituales confusiones entre antisemitismo y antisionismo. Les planteé también una reflexión personal: que, a esas alturas, los palestinos no hubieran puesto tantos reparos a una división en dos estados que, en su momento, vieron como un trágala de la ONU. Si el diplomático me hubiera dado la oportunidad de explicarme, es probable que el debate hubiera ganado.
Han pasado veintitrés años y la situación ha empeorado notablemente. Fue la primera (y única) vez que fui vetado en un acto público. El problema no era yo, sino mi oficio. Mi censor era una autoridad extranjera, ajena al mundo universitario, y lo hacía en mi propia “casa”. Asumí la situación sin protestar ante el Rectorado. No sé si por cobardía o por prudencia. Las actas se publicaron al año siguiente. Otros colegas hablaron de temas apasionantes, pero menos controvertidos que el “conflicto” palestino-israelí: la cultura y la religión judía, Sefarad, la diáspora o las relaciones hispano-israelíes. Recordemos la máxima de que “lo que no se nombra, no existe”.
He vuelto a sentir aquella impotencia recientemente, por otros motivos, naturalmente, tras escuchar al ministro de asuntos exteriores israelí acusar a nuestro presidente de gobierno de alinearse con el terrorismo y denunciar al secretario general de la ONU de poner en peligro la paz mundial. Ambos habían condenado, como procede, los atentados terroristas de Hamás, pero advirtiendo de que no es tolerable la matanza indiscriminada de civiles y que había que parar esa sangría. Nada más y nada menos.
También la Comunidad Internacional ha asistido impotente al veto ejercido por los Estados Unidos en el Consejo de Seguridad de la Naciones Unidas, en su afán de evitar que prosperara el artículo 99 de la Carta fundacional, que hubiera forzado un alto el fuego humanitario en la franja de Gaza. Tras la tregua, Israel está intensificando unos ataques contra más de dos millones de potenciales víctimas, que ya no disponen de lugar seguro donde refugiarse. Asistimos a un drama colectivo de enorme calado. Podría aplicarse hoy al ejército israelí la frase atribuida a Miguel de Unamuno en su choque dialéctico con el fundador de la Legión en el paraninfo de la universidad de Salamanca, en octubre de 1936, cuando le recordó que los militares sublevados disponían de la fuerza bruta para imponerse, pero que vencer no significaba convencer. La cuestión es cuánto sufrimiento queda por soportar en la cuna de nuestra civilización, origen de las “religiones del libro” y escenario de una barbarie que parece no tener fin. Quedan pocos motivos para el optimismo, tras tanta sangre derramada y tanto odio acumulado desde 1948. Pero no puede agotarse la esperanza. Ya lo dijo Mahatma Gandhi, otra víctima de la intolerancia y el fanatismo en su India natal: “no hay camino para la paz, la paz es el camino”.
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