Publicado en Esglobal.org el 25 de febrero de 2022
Escrito por Juan Luis Manfredi. Fotografía de Maciej Luczniewski/NurPhoto vía Getty Images.
Hoy nos conducimos por guerras híbridas, guerra multidominio y mosaico, doctrina Gerasimov, zonas grises y otras nomenclaturas que reflejan la disparidad de criterios para señalar el principio y el final de la guerra. Porque solo de esto estamos seguros: la declaración de guerra como instrumento diplomático ha desaparecido y, con ella, el documento que identifica actores, enemigos, casus belli y argumentos para acogerse para el armisticio. Sin documentación escrita, la propaganda inunda el caudal de información y es difícil entender cuándo ha comenzado un conflicto. Así, interesa menos conocer las causas de la guerra, que siempre pueden construirse a posteriori, y más los nuevos instrumentos para entender que la batalla está en marcha.
La primera víctima de la guerra es la verdad. Atribuida al senador Hiram Johnson en 1917 y popularizada por la literatura y el cine, el primer indicador de conflicto es la batalla por los hechos. Los actores innovan en el uso de la propaganda y proponen un discurso emocional sobre héroes, patrias y afrentas. La confusión deliberada entre nostalgia, memoria y pasado histórico es recurrente. En el reciente caso de Ucrania, basta con analizar el discurso sobre la grande de Francia, la denuncia de los acuerdos de 1997 y la reinterpretación de la conferencia de Yalta en 1991. El segundo jalón es la creciente dificultad para el ejercicio del periodismo profesional e independiente, con salarios dignos, criterio editorial y capacidad de decisión. Hoy los periodistas sobre el terreno dependen de la voluntad del gobernante, andan escasos de dinero y con una producción muy limitada. Sin los ojos de la guerra, aquel título para homenajear a Miguel Gil en 2001, es difícil tener criterio. Así, cuando se multiplican los controles o la expulsión de periodistas y se agitan fantasmas del pasado, la narrativa de agresión, soberanía o defensa ya está en marcha.
Un segundo elemento consiste en la movilización de tropas más allá de los ejercicios y las maniobras. El indicador no mide el número de tropas, cifra que uno ha de creerse por mor de la propaganda, sino las capacidades operativas para ejecutar el despliegue. La movilización es coercitiva o disuasoria, por lo que por sí sola no anticipa la guerra. Antes que para el ataque, los ejercicios sirven para animar la moral de la tropa, mostrar a los rivales las nuevas herramientas y probar las novedades. En cambio, la logística, el soporte para el largo plazo, los hospitales de campaña o los acuerdos tácitos con terceros representan un paso avanzado en el conflicto. Sucede que la acumulación de medios humanos y recursos aceleran los roces con los vecinos y reduce las expectativas de volver a casa. En esta línea, puede añadirse que el repliegue del cuerpo diplomático reduce las oportunidades para el diálogo y lo devuelve a la esfera presidencial. Para la acción y la gestión diaria, ahora primarán las decisiones militares.
El tercer hito es la cuestión digital. El debate teórico sobre la dinámica y el alcance de la transformación digital de la guerra se obsesiona con utilizar las categorías del derecho internacional y adaptarlo a los ciberataques, los trols o el bloqueo de instituciones de gobierno. La actividad digital anticipa el conflicto cuando supone un desgaste para el rival, que tiene que dedicar recursos, y señala una debilidad estructural. Es coercitiva en la medida que demuestra capacidades y amenaza una posición. Todo lo que aprendimos de expansión del poder territorial o las acciones cinéticas tiene menos relevancia en el diseño de la respuesta digital. El indicador adelanta otras decisiones propias de la economía política: determinar qué es censura y qué es propaganda, impedir la provisión de servicios digitales, dificultar la actividad económica real, promover el fraude o el sabotaje, anonimizar los ataques o incorporar nuevos perfiles no uniformados al conflicto.
Un cuarto hecho significativo es la subversión, el conflicto interno. Las guerras que vienen abandonan su carácter imperial para evitar el elevado coste para las finanzas públicas e impedir salidas abruptas como la de Afganistán en agosto de 2021. El aspirante a hegemón apela a un conflicto interno y se presta a colaborar con una de las partes para defender una causa política o identitaria. La capa de protección permite el envío de ayuda económica, el apoyo a partidos o líderes, el ninguneo de la autoridad gubernativa o la promoción de causas comunes, un supuesto demos convergente que arruina las fronteras políticas. Para saber si la guerra está en marcha, comprueben si el agresor da soporte financiero y político a alguna causa genérica (comunidad idiomática, sueños históricos, referendos sin observadores) y apuesta por el diálogo fuera de los cauces convencionales (parlamento, partidos, sindicatos). Se cierra el ciclo con un gobierno desacreditado, con síntomas de incapacidad para emprender soluciones y dispuesto a lanzarse en brazos de sus propios reaccionarios. La corrupción en forma de futuras concesiones y contratos, me temo, está en la conversación.
El quinto elemento es la guerra económica. Mucho antes de que el conflicto militar de comienzo, las partes identifican las debilidades. Energía, inflación, desempleo, escasez de productos, boicot y sanciones contribuyen a la coerción, así como el bloqueo del sistema financiero o la expulsión de competidores. Dudo de la efectividad de las medidas para cambiar el curso de los acontecimientos, porque la guerra económica apenas afecta a las elites y las sociedades locales ya se han acostumbrado a navegar en condiciones de intervención. En mi opinión, la creciente “securitización” de las relaciones económicas y comerciales agota la conversación diplomática y extiende los argumentos para comenzar una guerra.
Hay otros indicadores de guerra, que tienen que ver con la naturaleza política del liderazgo, las aspiraciones o las revanchas. Lo dejamos para el siguiente capítulo. Así las cosas, con este perfil de la guerra que viene, valoren si ya estamos en pleno enfrentamiento, o bien, si hay esperanza para la paz. Como suelo huir de la miseria del historicismo, apelo a que la diplomacia, los intercambios epistolares y la razón aún tengan hueco en el tablero de operaciones.
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