Por Antonio Marco
Publicado el 22 de julio de 2024 en El Decano de Guadalajara
En estos días se ha recrudecido en nuestra querida España un debate ya viejo, con frecuencia agrio y destemplado, sobre el acogimiento y atención a las personas extranjeras, los inmigrantes, especialmente los llamados en el argot políticosocial con las siglas MENAS (menores extranjeros no acompañados) que llegan a nuestro país, la mayoría a Canarias, en unas endebles e inseguras barcas llamadas ‘pateras’, según la RAE porque se emplean en la caza de patos, pero que no son adecuadas para transportar personas a cientos de kilómetros en alta mar con enorme riesgo desde África a Canarias o a los países europeos del Mediterráneo; de hecho muchas de las personas que intentan terminar el viaje mueren en el intento. Este asunto de la inmigración es ahora el argumento y preocupación central de los partidos políticos y asociaciones de ultraderecha, desgraciadamente en auge, que llegan en su populismo oportunista y radical para ganar adeptos a deformaciones, exageraciones y mentiras verdaderamente aberrantes.
El asunto además ha adquirido especial interés y actualidad cuando en la intensa y larga competición futbolística de la Eurocopa, que felizmente ha ganado España, ha resultado especialmente determinante la aportación genial de los jóvenes futbolistas, Lamine Yamal, el más joven de la historia de la selección española que ha cumplido 17 años la víspera de la final esperada, hijo de un inmigrante marroquí y una muchacha ecuatoguineana, nacido en Esplugas de Llobregat y criado en el barrio de Rocafonda de Mataró del que se siente orgulloso y al que la ultraderecha llama ‘estercolero cultural’, y Nico Williams, nacido en Pamplona de inmigrantes ghaneses que atravesaron el desierto del Sahara y saltaron la valla de Melilla hasta llegar a Bilbao y luego instalarse en Pamplona. Los dos con su juventud, su espontaneidad y su calidad han enamorado e ilusionado a todo el país y nos han dado una gran alegría, que buena falta nos hacía, y ojalá hayan abierto los ojos a algún energúmeno de lo que en realidad es la inmigración, una búsqueda de oportunidades para escapar de la miseria o del peligro y conseguir vivir mejor. Es difícil imaginar la existencia de algún individuo irreductible en su pobreza moral y mental que no haya vibrado con estos muchachos, aunque en ese mundo tan primario del nacionalismo todo es posible.
Cuando partidos y agrupaciones sociales más centrados o a la izquierda del espectro político contradicen y critican las afirmaciones de esos ultrarradicales, no son pocos los ciudadanos que sin mucha reflexión dicen estar hartos de la política y más de que se mezcle la política con todo, también con la inmigración; por ello acusan a los partidos y asociaciones críticas de buscar un exclusivo beneficio político partidista, como si la atención o no de los inmigrantes, especialmente la de los menores no acompañados, es decir, solos, sin padre ni madre ni familiar ni amigo alguno, no fuera un asunto importante de política social de un país y los gobiernos no debieran ocuparse y preocuparse por todas las personas tengan o no ‘papeles’.
Resulta realmente difícil una discusión tranquila y argumentada sobre este asunto de las migraciones, que a lo largo de la historia han afectado a todos los países del mundo, con quienes plantean sin justicia y sin piedad la exclusión del diferente, especialmente si es pobre y necesitado de todo, olvidaré la discusión política y primaria y ofreceré una resumida y breve descripción de la realidad tal como yo la percibo, de mi realidad, la que yo he vivido y vivo todos los días, la que conozco bien por vivida y no de oídas por escuchar y leer informaciones sencillamente falsas e interesadas en enfrentar sin motivo a seres humanos.
Mi primera relación con la inmigración fue muy temprana y muy directa. Yo fui en mi adolescencia y primera juventud un emigrante activo sin salir de España. Mi padre, con su enorme capacidad de sacrificio y sus enormes deseos de progresar y sacar adelante a su familia, fue emigrante durante diez años en Alemania, entonces muy lejos en el tiempo y en el espacio de la familia que quedamos en España. Como tantos millones de españoles, mi padre saltó del trabajo sin futuro en el campo soriano al trabajo en la poderosa industria alemana, en su caso en una grande e importante fábrica de maquinaria agrícola muy conocida.
Al trabajador inmigrante le llaman los alemanes con todo respeto en su difícil lengua ‘Gastarbeiter’, cuya traducción directa es ‘trabajador invitado’ o ‘trabajador huesped’, reconociendo en su lengua analítica la necesidad que de ellos tenían para sacar adelante su potente industria destruida en la guerra pero surgiendo de nuevo en aquellos años. Desde luego, no les llamaban con desprecio racista ‘ni sudaca ni panchito ni moro de mierda’ como podemos oír a los más radicales y primarios. Estos miles de trabajadores españoles en Europa, cinco millones en la España de los años 60 de apenas 32 millones de habitantes, enviaban millones de marcos alemanes, el euro naturalmente no existía, como dinero para las necesidades de sus familias y como divisas para apuntalar la débil economía del estado español que empezaba su tardío desarrollo y tenía que comprar todo tipo de equipos en el extranjero.
Aunque me produce cierto pudor hablar de lo propio, contaré un solo hecho de aquella época que para mí no fue una mera anécdota pero que ayuda a entender las dificultades de la emigración: el Instituto Español de Emigración de aquellos años me denegó una beca no por insuficiencia académica, porque mi expediente era bueno, sino por suficiencia económica. ¿Es posible mayor cinismo? Con los marcos alemanes que mi padre remitía a su familia hubo suficiente para que los tres hermanos pudiéramos estudiar, aspiración primera de mis padres de Soria que siempre valoraron muy positivamente la enseñanza y la cultura, pero a costa de privarse ellos de cosas elementales. ¿Para quién eran la becas entonces, que desde luego no abundaban para los ciudadanos más pobres aunque mostraran capacidad intelectual?
El segundo contacto directo de importancia con la inmigración tuvo lugar muchos años después cuando España empezaba a recibir extranjeros: cuando ya mis suegros eran muy mayores, les atendían en Valladolid dos altísimos muchachos de Sierra Leona, de piel muy negra claro está, que habían llegado a España huyendo de la situación política de su país; también les ayudó a veces un hombretón bien alto y parecido de Bulgaría, de color muy blanco claro está. Cuando mi madre ya viuda y mayor necesitó ayuda, la encontró en dos trabajadoras, dos señoras ecuatorianas, una abuela y su nieta, y en los últimos años en una excelente persona, joven con mucha energía, ahora rumana aunque ya con nacionalidad española; ¿qué importará el color de su piel? Es la misma persona que ayuda a la familia de mi hijo con dos niños pequeños, mis nietos, en los trabajos de su casa. Al matrimonio vecino mío de personas mayores les atendió una buena persona colombiana y cuando la esposa murió después de larga y cruel enfermedad, la colombiana sigue cuidando al marido. Al padre de unos amigos, próximo ya a los cien años, le atienden en su casa dos señoras, una marroquí y la otra de El Salvador. La cajera del supermercado al que acudo más frecuentemente es de Ecuador y algunos dependientes del mismo comercio también son hispanos. En otro supermercado un poco más lejano casi todos los trabajadores que atienden al público son hispanos. En la gasolinera en la que compro bien caro el gasoil para mi coche son varios los hispanos que me atienden a cualquier hora del día y casi de toda la noche. Las verjas de mi casa las ha pintado recientemente también una cuadrilla de hispanos. Los que me traen en su furgoneta el paquete con el libro recién comprado on-line unos son hispanoamericanos y otros del este europeo, todos miserablemente pagados, lo que me obligará a repensar estas compras. Algunas veces compro fruta a buen precio en algún establecimiento regentado por marroquíes.
Un hijo mío es pareja desde hace años de una muchacha búlgara. Dos sobrinos están casados con muchachas alemanas, una pareja vive en Alemania y la otra en España, otro lo estuvo con una dominicana, otro vive con una hondureña; tengo, pues, resobrinos de muy diversas características y colores. En el bulevar cercano a casa hay dos bares restaurantes en los que de vez en cuando aparco el cuerpo y tomo un refrigerio. El de la derecha lo regentan unos hispanoamericanos, el de la izquierda es propiedad de un matrimonio rumano emprendedor. En la farmacia que frecuento más de lo que querría recoge mis recetas un apuesto y buen mozo español y también una eficaz portuguesa más menuda. La médica que hace pocas fechas me efectuó e informó la ecografía de próstata, que la edad exigía controlar, es de Hispanoamérica, sin que pueda precisar el país, ¡qué más da! El médico que en el ambulatorio atiende a mi hijo es hispanoamericano y su esposa también es médica. Su vecina, viuda de avanzada edad, es atendida por dos mujeres magrebíes. Recientemente he necesitado de cuidados médicos hospitalarios especiales por una dolencia cardiaca; el hábil cardiólogo hemodinámico es español, la enfermera del turno de mañana es rumana, el cardiólogo que me explica con toda paciencia, afecto y detalle la intervención y el tratamiento posterior es cubano, su esposa también es médica. La relación de contactos directos con la inmigración es muy incompleta, naturalmente, y la podría continuar ad infinitum, porque he hablado de lo mío, pero si mío es también todo lo que conozco de mis amigos, vecinos, parientes, conocidos, este escrito ocuparía muchas páginas.
¿Importa mucho en esta cuestión la clase social y la adscripción ideológica tanto del que viene de fuera como del que recibe aquí adentro la atención o todo se debe al estado de necesidad de unos y otros? ¿No es suficiente esta realidad para tratarnos todos con justicia y respeto? Esa justicia y respeto exige en primer lugar tratar al extranjero con toda dignidad y se le trata con dignidad cuando se le paga lo justo y no se aprovecha el español del estado de necesidad del extranjero; las leyes así lo exigen, pero no todo el mundo cumple la ley.
En consecuencia, ¿acaso no es este país nuestro diverso y rico que yo vivo el mismo país de esos ultras nacionalistas agresivos cuyas afirmaciones y propuestas avergüenzan a cualquiera? ¿No han venido más bien a ayudarnos que a ocuparnos? Mi España es diversa, multicolor, multicultural; acabaremos todos integrándonos. Después de dedicar parte mi vida al estudio de la Historia, no entiendo qué es esa pretendida identidad europea romano-cristiana-judía-céltica-germana que algunos esgrimen como arma para rechazar al foráneo diferente, pues en su mismo nombre resume todo un pasado de siglos de integración y mezcla cultural, étnica y religiosa. Yo quiero que mi España no sea excluyente sino acogedora y que todo el mundo independientemente de sus condiciones particulares sea tratado como persona, incluso cuando delinque, porque algunos inmigrantes como algunos españoles delinquen y vulneran las leyes y normas de comportamiento. He oído decir a un líder de la ultraderecha en la solemne tribuna del Parlamento que todos los inmigrantes no son trigo limpio; ¿acaso lo son todos los españoles? ¿acaso lo son todos los representantes políticos, aunque sean diputados? Pero para eso están las leyes y los tribunales.
Creo que este relato sería incompleto si no dijera también como colofón que mi hijo mayor, buen estudiante, ingeniero de telecomunicaciones especializado en satélites, trabaja ahora en Alemania como su abuelo, pero controlando alguno de esos artefactos que nos circunvalan permanentemente a ochocientos kilómetros de altitud y tanta información útil nos transmiten a los terrícolas de abajo para vivir más cómodos. Son algunos centenares los jóvenes españoles que en Darmstad trabajan en torno a la ESA (Agencia Espacial Europea) y a la industria farmacéutica, sólo de Guadalajara que mi hijo conozca son media docena en el tema del espacio. Claro, está, afortunadamente todos ellos ya no son ‘Gastarbeiter’ sino ciudadanos de la Unión Europea en la que la nacionalidad se ha diluido en aras de una extraordinaria unidad que tanto nos está costando construir, que también rechazan y cuestionan absurdamente los nacionalistas radicales defensores de la diferencia.
Así que diré que lo que no conviene, desde luego, es mezclar inmigración con delincuencia, diferencia racial con inferioridad, diferencia cultural con antagonismo cultural, colaboración en el desarrollo de un país con aprovechamiento ilícito de los beneficios de ese país, convivencia con enfrentamiento social, estado de necesidad con oportunidad para el abuso.
Antonio Marco. Catedrático de Latín jubilado y expresidente de las Cortes de Castilla-La Mancha.
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