Los ciclos de los partidos políticos siguen leyes parecidas a las que rigen en la naturaleza: nacen, crecen, se instalan en el poder y, aunque pretenden perpetuarse en él, finalmente desaparecen. Pero su instinto de supervivencia es tan fuerte, que antes de extinguirse, al igual que sucede en la división celular, unas veces se desgajan en otros partidos, otras se fagocitan, se transforman o, simplemente, se destruyen unos a otros recurriendo a sofisticadas técnicas depredadoras. En algunos casos, sobre la tierra quemada que dejan al desaparecer, surgen otros partidos con apariencia de nuevos y con nuevos líderes, que volverán a intentar la lucha feroz por la supervivencia política.
UPyD, C’s, IU, Podemos, Sumar o Vox, por citar sólo ejemplos muy conocidos, son siglas o marcas que pueden ilustrar bien lo dicho anteriormente. En las elecciones generales de 2015 y 2016 se produjo un sorprendente reajuste del espectro político tras la irrupción de dos nuevos colores en el monótono y desteñido mapa del bipartidismo. Por esos años publiqué un artículo, tal vez demasiado optimista, titulado Las dos Españas (y media), donde reflexioné sobre la España bipolar, a cuyo viejo y destartalado carro le habían crecido, de pronto, un par de ruedas más: un par de ruedas flamantes y aún no desgastadas por la erosión del poder.
El tópico de las dos Españas
La aparición de Ciudadanos y Podemos reflejaba en las urnas el agotamiento de una vieja fórmula: la de los dos grandes partidos turnándose en el gobierno. Al mismo tiempo, aquellos resultados revelaban la apuesta por una nueva forma de hacer o de entender la política: una presunta y oxigenadora nueva política cuyos protagonistas parecían bien vacunados contra la corrupción, el nepotismo, las intrigas y conjuras partidistas, el sectarismo, el desmedido afán de poder, el uso sistemático del engaño y la mentira…
En definitiva, durante algún tiempo creímos ingenuamente que habíamos superado el tópico machadiano de las dos Españas, siempre enfrentadas y atrincheradas en actitudes irreconciliables. Sin embargo, los neumáticos de los nuevos partidos políticos no venían diseñados para largos viajes, sino más bien para trayectos de cercanías.
El ejercicio del poder (o la mera aspiración a él) es una devastadora máquina corrosiva, y apenas una década después aquellos nuevos partidos han desaparecido o están en trance de desaparecer. Mientras tanto, la política española se encuentra más polarizada que nunca, empeñada como casi siempre en resolverlo todo a golpes, igual que los dos personajes del famoso “Duelo a garrotazos” de Goya. Y mientras unos u otros partidos van y vienen y giran en la ruleta democrática, los ciudadanos votan y votan y vuelven a votar y, a golpes de ilusión y desencanto, van distanciándose progresivamente de una casta política por la que se sienten cada vez menos representados.
Un espectáculo circense
En el espectáculo circense de la política nacional hay de todo. Hay malabaristas que manejan los cuchillos con más arte que un matarife; hay prestidigitadores que sacan de su chistera un conejo (o coneja) al mismo tiempo que un decreto-ley. Hay contorsionistas capaces de someter su cuerpo a inverosímiles genuflexiones con tal de mantenerse unos cuantos días más en el sillón de sus privilegios. Hay domadores (y domadoras) que hacen restallar su látigo contra las fieras del capitalismo desenfrenado y contra las bestias de la sociedad patriarcal. Hay funambulistas que se mueven por el alambre con el mismo desparpajo que por los entresijos del poder. Hay saltimbanquis que, con agilidad pasmosa, saltan de cargo en cargo como los abejorros de flor en flor, y nunca han tenido otro oficio que el de vivir aferrados a las ubres de la Administración. Hay trapecistas sin red que realizan saltos y pactos mortales y algunas otras piruetas poco recomendables para la buena gobernanza del país. Y hay también, por supuesto, payasos (y payasas) que, de cuando en cuando, entretienen al público con sus chascarrillos o sus histriónicas bufonadas.
Hoy en día, si hubiera que vender la carne de político en los supermercados, seguramente (y a pesar de la inflación) resultaría más barata que una vulgar pechuga de pollo. Hechas las debidas excepciones, que siempre las hay, aunque nos la vendieran envuelta en seda electoral con incrustaciones de diamante, esa carne tendría el olor de la putrefacción y el tufo de la desconfianza.
Unos comicios tras otros, entre el hastío y el cabreo, los ciudadanos asoman a las urnas buscando por la derecha, por el centro o por la izquierda, unas siglas o unos dignos representantes públicos que no acaban de encontrar. Y unas legislaturas tras otras, se encuentran siempre con la misma ruleta de discursos oxidados y palabras vacías, con las mismas ambiciones, con las mismas luchas tribales por el poder, con la misma costumbre de anteponer el bien personal al colectivo…
Mientras haya gobernantes que utilicen la política como una forma de medrar socialmente, tendremos que repetir de nuevo, con Ángel Ganivet, que España no sólo es “un país absurdo y metafísicamente imposible”, sino también mal gobernado.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!