Por Antonio Marco
Publicado en El Decano de Guadalajara el 10 de abril de 2024
«Ucrania debe ganar la guerra, pero Rusia no puede perderla» o viceversa: «Rusia debe perder la guerra, pero Ucrania no puede ganarla» o incluso hay quien añadiría «Rusia debe ganar la guerra, pero Ucrania no puede perderla». Esta paradoja se viene repitiendo por algunos analistas internacionales prácticamente desde el mismo momento de su comienzo, hace ya más de dos años. Así, con estas reflexiones comienza también su reciente artículo en un importante medio de comunicación nacional Francisco Vallespín, conocido catedrático universitario, politólogo, también presidente del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) durante cuatro años (2004-2008). Esto se veía venir desde el momento en que se comprueba la capacidad de resistencia ucraniana con la ayuda occidental y la incapacidad rusa para obtener una rápida victoria, como algunos anunciaban que iba a ocurrir. Recuerdo haber comentado y hasta escrito entonces mis deseos de que la guerra acabase inmediatamente, porque el sufrimiento iba a ser inmenso para miles, millones de personas. Y eso es lo que está ocurriendo.
No es el momento de elucubrar quién es el culpable, quién tiene razón y quién carece de ella. En las guerras, desgraciadamente la única razón es la fuerza y parece que en la situación actual tan compleja no hay fuerza suficiente en ninguno de los contendientes para imponer su santa voluntad al otro. Aunque podemos lamentarnos, al menos, y preguntarnos ¿qué ha ocurrido para que, acabada la guerra fría, desmoronado el bloque soviético, incorporada Rusia a una peculiar economía capitalista, cuando no parecía un peligro para Occidente, hayamos llegado a una situación en la que parte de este nuestro Occidente vuelve a ver a Rusia como una amenaza y peligro a nuestra existencia y aceptemos que nos debemos preparar para la guerra? Dejo la pregunta, con el ruego de que, antes de una respuesta apropiada, cada cual estudie, investigue y conozca lo que, aunque muy próximo, es historia reciente, y emita una opinión bien formada y no repita ideas que no son sino mera propaganda.
Solo quiero resaltar el sinsentido asesino de mantener sine die una guerra y destrucción de las partes cuando ninguna de ellas puede ganar y para mayor abundamiento el conflicto puede escalar de manera terrorífica porque una de las partes tiene armas nucleares de infinita capacidad de destrucción y los avalistas de la otra tienen no menor capacidad nuclear y destructiva.
Mientras tanto son cientos de miles las personas muertas y heridas; no sabemos cuántas, porque ni Rusia ni Ucrania dan datos fidedignos, esa es también un desinformación útil para la guerra. Estos cientos de miles de personas, militares y también civiles que sin duda han muerto ya, son generalmente para nosotros, a pesar de la cercanía física, meras cifras, estadística que escasas veces logran mover el sentimiento, el dolor, la empatía de sentir que esas cifras son seres humanos, muy jóvenes, cargados de ilusión, de proyectos que se truncan. Es más, generalmente son cifras frías y asépticas, algunas veces excepcionalmente acompañadas de imágenes terribles que suelen venir precedidas, por si acaso, de la advertencia de que «pueden herir la sensibilidad». Lo más inhumano de estas guerras es la evidencia de que estos soldados, enviados a la confrontación sabiendo que van a morir, en realidad parecen ser meros apéndices de la maquinaria bélica, parte integrante del carro blindado, de la batería antiaérea o de la batería antimisiles y con la misma frialdad con la que los jefes militares asumen que los carros de combate son destruidos, con la misma asumen la muerte de un ser vivo.
El pasado domingo por la tarde recibíamos en mi familia la noticia, nunca imaginada y nunca deseada, aunque posible, de que el soldado ucraniano Tolik, de veinticinco años, apenas hace un año casado, había muerto. Tolik había estado algunos veranos en Guadalajara siendo niño; venía a convivir algunos meses con una ejemplar familia y aquí lo conocimos nosotros, mi familia. Una tía suya, integrada en la familia española que tan generosamente les acogió, es desde hace mucho tiempo una conciudadana nuestra. La madre de Tolik pudo salir de Ucrania al principio de la guerra con una hermana de Tolik y vive entre nosotros con todas las dificultades que estas situaciones suelen tener. Tolik, en edad de servicio militar y útil para la guerra, no pudo salir. Del impacto y dolor que su muerte ha producido en su familia y en la de los amigos que los conocemos pueden dar idea alguna de las frases que mi hija ha escrito en alguna de las redes sociales en las que tan presentes están los jóvenes:
«Te conocí solo de niño, estabas aquí en España, con tu carita de ángel y tus increíbles ojos azules llenos de fuerza, alegría y energía, profundos y preciosos como un océano. No parabas quieto ni un segundo. Ahora, eras ya un joven adulto…¡Qué terrible…! Imposible de encajar esta noticia, te recordaré siempre, toda la vida. Lo siento tanto… nos atraviesa el alma. Por ti, por tu juventud, por toda tu familia, porque mi amiga, la persona con un corazón de oro, bondad y generosidad inconmensurables y sus seres queridos tengan que pasar por este duro golpe. Malditas sean las guerras, malditas. Malditos sean todos los responsables. Malditos quienes las generan».
Pero si «Ucrania debe ganar la guerra, pero Rusia no puede perderla» o viceversa, «Rusia debe perder la guerra, pero Ucrania no puede ganarla», ¿para qué ha muerto Tolik y tantos miles de jóvenes como él? ¿Para qué tanto dolor? ¿Para qué tanto sufrimiento? Esto es un inhumano sinsentido que nos debe obligar a mostrar nuestra solidaridad con todas las víctimas y sus familias y a exigir el fin inmediato de la guerra e inmediatamente ponerse todos a trabajar por la paz definitiva, aunque parezca lejana.
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