
Por Ángel Luis López Villaverde
Publicado en EL DIAdigital.es el 28 de noviembre de 2023
La semana informativa ha ido derivando hacia una cierta normalidad en el plano de la actualidad nacional. Al contrario que en el internacional. Pero hoy no toca hablar de la cuestión palestina. Tiempo habrá. La toma de posesión del presidente del Gobierno y, a continuación, de sus ministros y ministras ha sustituido el protagonismo de las imágenes de protestas, manifestaciones y algaradas pasadas. Tras la tempestad viene la calma. Aunque sea provisionalmente. Les toca trabajar. Y vienen curvas.
Los cargos públicos –sean políticos, profesionales, académicos o de representación— comportan responsabilidades que hay que saber gestionar. Como ocurre en la vida misma, el primero y el último día son los más decisivos. Conviene saber asumirlos con la misma actitud con que se afronta el cese. La ilusión inicial debiera acompañarse del alivio final. El verdadero balance del mandato entre la toma de posesión y el finiquito no corresponde tanto a sus protagonistas como a sus sucesores y gobernados.
Hemos asistido a un amplio abanico de formas de prometer y despedirse, de entregar y de recibir las carteras y encargos. Las promesas han dado menos juego. La composición política del Gobierno ha permitido normalizar la ausencia de símbolos religiosos. Buena señal, aunque queda trecho para avanzar en la necesaria laicidad estatal. Un tema que no suele protagonizar el debate público salvo si es para atizar al adversario. Todo llegará. Más noticiables han sido las despedidas. Para todos los gustos.
Todos debiéramos estar dispuestos a asumir algún cargo público a lo largo de nuestra vida. No tiene por qué haber remuneración para ejercerlo. Depende de cada caso. Incluye desde la presidencia de una comunidad de vecinos o de una asociación cultural hasta una representación sindical, municipal o profesional. Y si su duración es relativamente breve, mejor. Aumenta nuestro compromiso y nos hace más conscientes de sus servidumbres a la hora de criticar a quien lo ejerce.
No se trata de juzgar a nadie. Me limitaré a compartir una experiencia y una reflexión sobre las cargas de los cargos. En mi trayectoria docente he asumido varios de tipo académico, unos por designación y otros por elección. El más importante, decano de mi Facultad. Evidentemente, no es equiparable a un cargo político, pero comparte algunas características. Requiere vocación de servicio público y rendición de cuentas. En mi caso, hubo campaña electoral y urnas. Y afronté la responsabilidad del funcionamiento de una organización y de todo su personal. Suponía un honor, un reto y una oportunidad para mí. Resultaron años duros, especialmente durante la pandemia. Por momentos, sentí que la responsabilidad me sobrepasaba. Pero siempre agradecí la confianza recibida. Tuve claro, desde el primer día, que mi función tenía fecha de caducidad. Quien tiene la potestad de nombrarte puede cesarte y quien te vota puede retirarte la confianza. Es así de simple, pero es necesario creérselo para asumir cierta autocrítica. Por eso no concibo una despedida destemplada. Los reproches tienen su momento, que no debieran coincidir con el relevo, pues el protagonismo recae siempre en el sucesor. Desearle suerte y éxito es liberador, sea o no de nuestro agrado. Resulta catártico. Doy fe. Pero no pretendo sentar cátedra. Para gustos, colores.
Lo intolerable son los excesos. Los peores son el abuso de autoridad y la venganza. Los autoritarios y vengativos rozan lo patológico. Debieran figurar en una lista de personas incompatibles para ejercer representación alguna, como ocurre con los ludópatas para entrar en un salón de juego. No menos perverso es el desprecio hacia un cargo público por la manía de equiparar a todo un colectivo, con la coletilla de que “todos son iguales”. Y resulta más despreciable cuando se les señala en un contexto tan polarizado como el actual, donde cualquier desgraciado puede cometer alguna barbaridad.
Hay otras vertientes, visibilizadas en las últimas semanas, que no son de recibo. Por ejemplo, las declaraciones incendiarias de quienes disfrutaron de una alta responsabilidad en el pasado y se empeñan en recuperar cierto protagonismo descargando tanto desprecio a sus sucesores. Si lo que buscan es el aplauso fácil de quienes, en su momento, recibieron más insultos que votos debieran reconsiderar si su resentimiento merece la pena. Sobre todo, si confiesan añorar los tiempos en que eran reídos los chistes de Arévalo. Tampoco se puede justificar la victimización propia disparando contra quienes los han desplazado políticamente. En este caso, resultan especialmente patéticos cuando parecen parodiar “La vida de Brian”. Me vienen a la cabeza tanto la escena de la pregunta sobre qué hicieron los romanos por nosotros como la del Frente Popular de Judea. ¡Qué importante es saber irse a tiempo, superar el rencor y comportarse con dignidad cuando se pierde el poder! Ojalá que los que han tomado posesión y ejercen una nueva responsabilidad política sepan aceptar su relevo, cuando llegue, con humildad y tranquilidad, con la conciencia del deber cumplido y una honestidad reconocida por todos. Debe de haber vida antes y después del cargo público. Ya lo dijo el Poeta, “Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar”.
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