Las políticas públicas en tiempos de incertidumbre

Es tiempo de volver a la realidad. A medir, a informar a la sociedad con transparencia y claridad de lo que está en juego.

En el mes de abril del año pasado, cuando comenzaba la pesadilla de la pandemia, Paul Collier reflexionó sobre cómo diseñar políticas públicas en tiempos de incertidumbre. El reto ya no era tomar decisiones con información limitada o riesgos mensurables, sino diseñar intervenciones en un mundo en el que ignorábamos las variables que eran relevantes. Mientras que para enfrentar el primer tipo de escenarios la mejor estrategia pasaba por tener mejores diagnósticos, más datos y estrategias de mitigación de los impactos negativos, la única vía posible para vencer nuestra ignorancia radical era el método de prueba y error. Así aprendimos cómo confinar a la sociedad para hacer frente a la propagación del virus, cómo diseñar las desescaladas, cómo vacunar o cómo sostener rentas y empleos. Los políticos no esperaron a que la teoría les mostrara el camino, sino que primero actuaron, y luego nos convencieron de que, en circunstancias extremas, todo lo que se hace es porque se puede hacer.

Esta redefinición de lo que es políticamente posible —el sí se puede— estaba legitimado no solo por las dramáticas urgencias de la pandemia, sino también por la compartida insatisfacción ante la insoportable desigualdad, inseguridad personal y social, guerras culturales y polarización política que había surgido en los años —incluso décadas— anteriores. Todo ello contribuyó al radical cambio de paradigmas económicos que ahora se están haciendo visibles. Recientemente Danny Rodrick ha repasado algunas de las manifestaciones de esta radical mutación: cómo los miedos a la inflación y al déficit se han reemplazado por una preferencia por una economía dopada con generosos estímulos monetarios y fiscales, cómo la competencia por tener los tipos impositivos más bajos ha sido reemplazada por el objetivo de tener un tipo global impositivo mínimo sobre las multinacionales, cómo se han resucitado las políticas industriales, o cómo se ha pasado de hablar de flexibilidad en el mercado de trabajo a promover intervenciones que refuerzan el salario mínimo y el poder negociador de sindicatos y trabajadores. O cómo hoy se asume que es preferible la seguridad estratégica y la globalización limitada a la priorización de la eficiencia mediante la inserción en cadenas de valor globales, por no hablar del giro tectónico frente a las grandes empresas tecnológicas que han pasado de ser la fuente de la innovación y el crecimiento a ser vistas como monopolios que hay que regular y fragmentar.

Ciertamente estamos ante un nuevo mundo, y, felizmente, no hay razón alguna para pensar que el fin de la pandemia nos retrotraerá a todas las viejas reglas y convicciones. “Construir de nuevo mejor” es algo más que un afortunado eslogan, es una necesidad.

Pero para conseguir que cualquier país realmente sea mejor hace falta mucho más que buena voluntad. Exige reformas, inversiones y cambios que, inevitablemente, producen costes, ganadores y perdedores. La experimentación no es la mejor estrategia para conciliar los intereses contrapuestos que inevitablemente acompañarán la transición hacia un mundo más inclusivo y sostenible. Entre otras cosas, porque paulatinamente será más evidente que las decisiones de política pública no solo tienen, en el mejor de los casos, las consecuencias buscadas sino también impactos —algunos previsibles, otros indeseados— que activan potentes restricciones financieras y políticas. Ni en el viejo, ni en el nuevo mundo hay nada gratis.

Probablemente la lucha contra el cambio climático sea el más claro ejemplo de la necesidad de transcender al voluntarismo. Nadie puede hoy sensatamente negar su existencia y sus letales consecuencias. Esa batalla ya está ganada. Ahora, como ha planteado Pisani-Ferry, lo que hace falta es enfrentar con realismo las consecuencias sociales y económicas de los imprescindibles compromisos de descarbonización asumidos por la mayoría de los países. Pretender que la transición será un proceso sin costes y fricciones —incluso si la tecnología nos ayuda— es un mal punto de partida. Ese escenario lo malgastamos posponiendo las medidas que había que haber tomado hace mucho tiempo. Ahora, poner un precio a las emisiones, un recurso que hasta ahora era gratis, nos hemos regalado un shock de oferta que tendrá impactos sobre el crecimiento potencial de la economía, sobre el empleo, las cuentas fiscales y la distribución de la renta. Todos ellos pueden ser manejables, pero negarlos es una receta infalible para que lo que se haga realmente sea poco y tarde. También para que surjan guerras culturales y utopías regresivas que pretendan absorber y soplar al mismo tiempo: mejorar la distribución con menos crecimiento, preservar las libertades y conseguir la armonía universal.

Es tiempo de volver a la realidad. A medir, a informar a la sociedad con transparencia y claridad de lo que está en juego en estos momentos, de los costes que comportan las decisiones posibles y, luego, actuar. En eso, y no solo en sustituir paradigmas, es en lo que posiblemente consista hacer buenas políticas públicas en tiempo de incertidumbre.

Publicado por Jose Juan Ruiz en El País, el 19 de septiembre de 2021

El Estado protector

Los más vulnerables no pueden arriesgarse a que un día les anuncien que se ha hecho el 100% de lo que se pudo.

A finales de los años noventa del pasado siglo, cuando México comenzaba a salir de la Década Pérdida, en Champotón, un pequeño pueblo del Estado de Tabasco, tras el escenario montado en la plaza mayor para despedir al alcalde saliente colgaba una pancarta que solemnemente anunciaba “Se hizo el 100% de lo que se pudo”. Lo que entonces parecía un ingenuo producto de propaganda política, hoy, tras una pandemia que ha contagiado a más de 100 millones de personas, matado a más de dos millones de ciudadanos, y destruidos centenares de miles de empresas y empleos en todo el mundo, resulta una descripción realista de la capacidad de los Estados para contrarrestar los efectos sobre nuestras vidas de los shocks inesperados.

En todo el mundo, las políticas públicas han sido las que han evitado que la catástrofe fuese aún mayor. Sin las medidas de confinamiento adoptadas, sin la coordinación de la investigación sobre las vacunas, sin los estímulos monetarios y fiscales, sin los instrumentos de protección de rentas y empresas, hoy estaríamos peor de lo que estamos. Los errores de predicción —por pesimistas— de los expertos dan la razón a la vicepresidenta económica del Gobierno cuando, en sede parlamentaria, recientemente afirmó que, sin medidas, el PIB español hubiera caído más del doble del 11% efectivamente registrado y que la destrucción de empleo se hubiera multiplicado por cuatro. Duro, pero realista: se hizo lo que había que hacer, y gracias a ello lo peor se ha evitado.”

La necesidad de resituar el papel del Estado en la sociedad y en la economía va a ser otro de los legados disruptivos de la covid. Declaraciones ideológicas del tipo “la sociedad no existe” o “el Gobierno es el problema, no la solución” están tan fuera de lugar como mantener que la tierra es plana.

Hemos aprendido que nuestra salud, nuestra prosperidad, el mantenimiento de nuestra empresa o de nuestro puesto de trabajo, nuestra movilidad y libertades dependen de lo que le ocurre a los demás. La agenda y las prioridades han cambiado, los instrumentos también y con ellos la capacidad del Estado y del mercado para agregar las preferencias sociales.

Definir con realismo lo que el Estado puede y debe hacer es una tarea compleja para la que no hay respuestas técnicas, sino políticas. En general, la historia nos dice que funcionan mejor las soluciones de cooperación que las de hegemonía de uno sobre el otro. A Europa le fue bien cuando acometió su reconstrucción bajo el lema de “con el mercado hasta donde se pueda, con el Estado cuando sea necesario”, y nos ha ido peor cuando nos hemos encelado en el Estado empresario o en experimentos desregulatorios. Sería una oportunidad perdida si, en respuesta a los excesos del pasado o cegados por el temor a lo incierto, tratáramos de convertir al Estado en un ejecutor serial de “proyectos” similares a los que permitieron llegar a la luna: acabar con la pobreza y la desigualdad en el mundo, digitalizar inclusivamente, o descarbonizar la economía.

En primer lugar, porque este relato tropieza con el inconveniente factual de que al frente del proyecto Apolo no estuvo la administración de Estados Unidos, sino la NASA, una agencia que gestionó los recursos públicos que recibió con procedimientos y criterios estrictamente privados. En segundo lugar, porque el Estado ni está diseñado ni tiene la capacidad, por sí mismo, para resolver ninguno de esos problemas. Y viceversa.

Para hacer frente a las fallas del mercado hace falta la capacidad del Estado para gravar impositivamente, subsidiar, regular o cambiar derechos de propiedad. Para resolver las fallas del sector público y su potencial captura hacen falta competencia, transparencia y procedimientos reglados de rendición de cuentas.

En todos los casos, hacen falta mecanismos explícitos de gobernanza y políticas de evaluación rigurosas de los resultados. Para esa alianza público-privada no hace falta reinventar mucho: solo se necesita estar dispuesto a debatir y a consensuar reglas y procedimientos. Y aparcar la persecución de utopías que pueden despistarnos de lo realmente urgente: volver a crecer gracias a las inversiones y las reformas.

La del Estado protector, o la del neo-pobrismo, son distopías. Es decir, la inevitabilidad de resignadamente aceptar que no es posible seguir creciendo porque todo modelo de crecimiento es un juego de suma cero que empeora la distribución o compromete la sostenibilidad del planeta, es una idea ficticia. Especialmente para los más vulnerables. Los que no pueden arriesgarse a que un día les anuncien que se ha hecho el 100% de lo que se pudo.

Publicado en El País el 7 de Febrero de 2021