Por Ángel Luis López Villaverde
Publicado en El DiaDigital.es el 27 de Febrero de 2024
La clase política tiene mala fama. En especial, en España. Coletazos de una larga dictadura, que abusó de la retórica contra la “partitocracia”, palabra recuperada ahora por sus herederos para convencer a incautos. He discutido a menudo sobre ello en mi entorno personal y profesional. Tiendo a defender su papel y no creo que los políticos de ahora sean peores que sus predecesores. Eso me genera críticas. Aunque se habla mucho de quien no aparenta más interés que su cartera o su ego, son más quienes responden al ejercicio de esa función por vocación. No hay estadísticas fiables, pero están ahí. Asumir responsabilidades públicas comporta no pocas renuncias. No salen tanto en las noticias, aunque se dejen la piel. Pisan poco por casa. Hay que valer para eso.
Cualquier persona de mi generación puede dar fe de las enormes mutaciones vividas en el país. No hay cambio sin lucha, sin presión desde abajo. El empuje y propuestas de la sociedad civil resultan fundamentales. Los votantes aúpan o derriban gobiernos. Pero son decisiones políticas las que se trasladan a los boletines oficiales. Y en el camino, se quedan muchos pelos en la gatera. No lo olvidemos.
Se suele argumentar que la democracia es el menos malo de los sistemas posibles. Niego la mayor. Es, en cambio, el más humano de todos. De humanos es errar y, precisamente, en democracia se pueden corregir errores de manera incruenta. Cada periodo electoral es una nueva oportunidad. Es el único régimen con capacidad de regeneración y de (re)cambio pacífico. No sólo permite denunciar sus trapos sucios. Su supervivencia depende de ello. La corrupción, que es consustancial con una dictadura, aunque se tape, es el cáncer de la convivencia democrática, pese a que destaparla aumenta la desafección ciudadana. Y si el corrupto es “uno de los nuestros”, debe intervenir el bisturí con mayor precisión, si cabe. No valen comparaciones, ni se contrarrestan sus efectos sacando el ventilador. Al contrario.
Hay un exministro que no tiene quien le avale. Aunque no se le han imputado aún responsabilidades penales, las políticas son evidentes. Que un hombre de su confianza, a su servicio y con sueldo público, se aprovechara de una calamidad del calibre de la pandemia para enriquecerse, usando un despacho oficial, pavoneándose de estar por encima del bien y del mal, produce una enorme nausea. Que no supiera nada su superior no le libera de rendir cuentas.
Nunca olvidaré la vergüenza que provocaron los escándalos de corrupción socialista en los años noventa entre sus propias bases. Segaron la hierba bajo los pies de González. Sus sucesores políticos hicieron de la lucha contra la corrupción su principal divisa, a modo de catarsis. Por eso, si la sospecha salpica a quien actuó de portavoz parlamentario y perteneció a un gobierno cuya carta de presentación fue dignificar la vida pública, echando a otro corrupto, el cortafuegos es aún más necesario. No vaya a ser que, como hemos visto en el reciente y trágico incendio en Valencia, una chispa aislada provoque la destrucción y ruina de toda una comunidad.
El responsable del asesor que, supuestamente, se ha lucrado aprovechándose de una situación de emergencia, sólo tiene una salida posible. La alternativa es volver a chapotear en la inmundicia. Hay sectores políticos que, como las especies coprófagas, sobreviven bien en ese hábitat. Y se aprovechan de que sus bases más fieles no parecen tener mayores remilgos. Pero no todos son (somos) iguales.
Sin ejemplaridad se desvanece la legitimidad. El partido que hizo ministro al político ahora señalado, que le otorgó las mayores responsabilidades en su organización, le ha conminado a dejar el acta. El mejor servicio público que podría hacer en estas circunstancias es una retirada con dignidad. Sin embargo, a la hora de escribir esta columna, no se ha producido. Incluso podría atrincherarse en el escaño. La legalidad se lo permite. Podría estar pensando en estirar su inmunidad parlamentaria o en vender caro su apoyo desde el grupo mixto, dada la debilidad de la coalición gubernamental. Supondría añadir una traición consentida a una culpa “in vigilando”. En este contexto, la oposición, crecida por “septimana horribilis” socialista, le anima a tirar de la manta. Que el partido condenado por lucrarse con la trama Gürtel recurra a esta estrategia, sin haber asumido su responsabilidad por haberse beneficiado de negocios corruptos del pasado, implica una sobreactuación por su parte que alimenta la antipolítica. Espero que el vodevil no se estire demasiado. Me resisto a cambiar de opinión sobre la clase política española.
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