Se suele pensar que el paisaje es el que es y que está donde está, aunque no lo miremos. No es así, sin mirada no hay paisaje. Mirar requiere algo más que ver, reclama comprender y caracterizar lo que se mira. Es un asunto moderno, propio del tiempo del romanticismo. Ortega y Gasset se dolía en su famoso prólogo al libro de Yebes del retraso hispano en la elaboración científica de nuestro paisaje. Se ha dicho con acierto que en nuestro país la valoración del paisaje es obra de Giner de los Ríos y de la Institución Libre de Enseñanza. En efecto, Guadarrama estaba ahí siempre, pero fueron ellos quienes lo “descubrieron”. Luego, por su peso, el paisaje termina conformando la identidad de las gentes de un territorio, mucho más de lo que creemos.
El paisaje de Castilla-La Mancha es bien variado, pero puede resumirse en dos, que se ven si se miran a derecha a izquierda del viaje desde Madrid al sur, sea por la línea más recta, que es la línea del AVE, que se sobremonta en la gran calzada romana, o en el coche por la nacional IV. A un lado los prados de la mies verde desde enero y, ahora más que nunca,de olivos por casi todas partes. Desde la primavera, mientras que los campos maduran camino del infierno de nuestro verano las praderas de viñas verdes y jugosas constituyen nuestro campo, que con la otoñada se transformará en dorado. Ese paisaje, el de un horizonte sin fin, el que han cantado nuestros poetas y el que sentimos como lo nuestro.
Pero si el viajero camina hacia el sur y dirige la derecha su mirada se encontrará el majestuoso espectáculo de una selva verde espectacular con más matorral que árboles, no levantando estos más que la copa de una encina. Son los Montes de Toledo y de Ciudad Real, una selva extraordinaria de jara, robles, alcornoques, quejigos y encinas con añadido de pinos, casi todos plantados ya desde hace una eternidad. En otro tiempo fue territorio propicio para carboneros y selvicultores, amparados por una suerte de Guardia civil de antigua compostura: la Santa Hermandad. Hoy todo este territorio de rañas y sierras es nuestro mundo más propio, no solo geológico como bien saben los vulcanólogos, sino también lo que constituye nuestra singularidad: personas de monte. Toda nuestra gente de los términos y caseríos de ese inmenso territorio con tierras de muy limitado rendimiento agrícola, que apenas sirve a la ganadería, se ocupan en toda labor posible, y una muy principal es la caza, ya como emprendedores, como trabajadores fijos o eventuales, como escenario del turismo. La caza es la tercera o cuarta industria de provincias como Ciudad Real o Toledo.
El paisaje genera valores e identidades como expresaron Eduardo Martínez de Pisón, Nicolás Ortega Cantero o Emilia Martínez Garrido. Así lo formuló para nuestra gente Antonio Rodríguez Huéscar con su Hombre de Montiel. a la identidad de los manchegos pertenece el valor de la uva, de las bodegas y del vino. Aquí se entiende de modo natural aquello de que el vino es fruto de la vid y el trabajo del hombre, que yo le oí decir a José Bono en Valdepeñas y creí que era cosa suya. Recuerdo bien la reacción de los manchegos cuando a una ministra se la ocurrió prohibir la publicidad del vino. No solo se trataba de economía si no de dignidad. Este es el punto, inclusive para los que no beben vino.
Pero si el viajero mira en su carrera hacia la izquierda se inserta en la selva mediterránea, el territorio de la caza, descrito como tal ya desde Alfonso Onceno. Son decenas de miles los que llegado el 12 de octubre se afanan por la caza en un sin vivir. No es interés, ni placer, ni diversión, ni disfrute, no, es sentirse del campo y ese campo decía Ortega y Gasset es verdaderamente tal cuando se trata del campo en que actúa el cazador, insertado en él. La condición de cazador se siente desde el paisaje en nuestros pueblos y en cualquiera de las posiciones: escopeta de postín, escopeta negra, postor, ojeador, tirador, señor de perro, señor de rehala. A todos el paisaje atribuye identidad y, por ello, dignidad. Así que nadie debe asombrarse de que la continua adopción de medidas legislativas que restringen, limitan y amenazan la dignidad de los cazadores, termine minando la moral de todos contra los que amenazan lo nuestro.
Mientras que lo del vino fue un error, que se corrigió, en esta ocasión no lo es, impera el dogmatismo más extremo. Desde un Ministerio entero que parece un museo de los horrores, que en vez de ocuparse de luchar contra las muchas discriminaciones que se sufren organiza y programa decisiones sectarias y arbitrarias al amparo del bienestar animal. Otro Ministerio, que tiene la noble responsabilidad de hacernos transitar al futuro, a una nueva era ecológica, no necesita para ello destruir el pasado y la tradición, se trate de la caza o de los toros, Algunos se alegran de estos males por razones políticas, pues conocen bien la reacción social cuando se toca la dignidad de la gente: nadie queda en el centro, la rabia siempre se hace con casi todos.
Aún no hay comentarios, ¡añada su voz abajo!