
Por Ángel Luis López Villaverde
Publicado en EL DIAdigital.es el 3 de octubre de 2023
Vivimos una inflación de información. La dependencia de las redes sociales, tan propicias para la circulación de bulos y noticias falsas, conduce a la llamada “infoxicación”. Demasiada información dificulta estar bien informados. A lo que hay que sumar otras taras de la era de la posverdad en que nos hemos instalado, las denominadas “burbujas epistémicas” y “cámaras de eco”. Son sintagmas a los que nos tendremos que acostumbrar porque explican muy bien los grupos herméticos, que se encierran en unas creencias y escuchan sólo las voces que les interesan, en el primer caso, y llegan a excluir a las que desprecian explícitamente, en el segundo.
Las burbujas aíslan y otorgan espacios de confort. En su seno se reafirman prejuicios y convicciones. Someterlos a examen, con argumentos discrepantes, resulta molesto. No están los tiempos para ello. Y, por bizarras que parezcan, las noticias que ratifican nuestros sesgos cognitivos adquieren rápidamente la credibilidad negada a las perjudiciales. No hace falta ni contrastarlas. Que la realidad no estropee un buen titular.
Posverdad, era digital y guerra cultural son fenómenos que se retroalimentan. La batalla que mantiene la ultraderecha contra los valores progresistas y democráticos no da tregua y trasciende el marco nacional y europeo. Ha elaborado una narrativa que incluye en el mismo combo su denuncia contra el “falso” feminismo y contra el “lobby” LGTBi, su negación del cambio climático y su criminalización de la inmigración. Unos valores que vinculan, en su jerga, al adoctrinamiento de la dictadura “progre” o “de las minorías”. Una lucha cuyo campo preferido son las redes sociales y los medios de comunicación. Es la llamada “fachosfera”, una potente “cámara de eco”, que en España se acompaña de una retórica “antisanchista” y se reviste de un revisionismo de la memoria democrática como remate del pack. En ese maremágnum, cualquier desgracia se le endosa al “felón”, por acción u omisión, sea una pandemia, un volcán o una cesta de la compra desbocada. Da igual que sea un fenómeno global. ¡Qué importa! Los malos tragos se digieren mejor si se envuelven en un buen sucedáneo o en un placebo. Las teorías de la conspiración permiten superar la impotencia de un mundo cuya comprensión se nos escapa, sean las relaciones entre humanos o con la Naturaleza. Así se encaja mejor la subida del aceite de oliva, del gas o del gasoil. Y, aunque sea cada vez más intergeneracional, este relato cala con especial intensidad entre los jóvenes, al presentarse como transgresor y rebelde.
Este preámbulo viene a colación de una conversación telefónica mantenida recientemente. Llamé a una de las gestorías con las que tengo relación para saber cuánto me subiría la prima de un seguro, cuya renovación se acerca. Me contestaron que se incrementará lo básico: la “inflación del gobierno”. No sé exactamente con quién hablé, pues no reconocí la voz. Pero me quedé en shock. “Inflación” significa abundancia excesiva, en una de las acepciones que reconoce la RAE; y una elevación del nivel general de precios, en su significado económico. En esta segunda, ha sido habitualmente considerada un impuesto, calificado de “oculto” o “de los pobres”. Nunca había oído esa expresión, con una frase preposicional que actúa de complemento del sustantivo “inflación”: “del gobierno”. Pero para eso están las burbujas. Y alimentada, en este caso, por una opción política que necesitaba echar a gorrazos a un presidente tachado de “ilegítimo”, para darle más credibilidad al argumentario.
Que me perdonen los economistas porque hablaré en román paladino, al no ser uno de ellos. La inflación puede deberse a factores de oferta –al incremento de los costos, de los “inputs”— o de demanda –cuando las ventas superan la capacidad de producción—. Los gobiernos pueden controlarla a través de la política monetaria, recurriendo a la emisión de moneda o tocando los tipos de interés. No obstante, tanto el Ejecutivo español como el de cualquier otro de país de la eurozona tiene muy limitado su margen de maniobra en este campo, pues aquélla depende del Banco Central Europeo, que es quien sube o baja los tipos de interés o de cambio. Que se lo digan a los hipotecados con hipotecas variables. Los gobiernos pueden reducir precios bajando determinados impuestos indirectos, como el IVA. Es lo que ocurrió el año pasado durante unos meses con los carburantes y sigue vigente con alimentos de primera necesidad. Sin embargo, no pueden tocar el precio del dinero o la emisión de euros. No es su competencia. Por tanto, se puede hablar de medidas gubernamentales para controlar la inflación, pero no existe la “inflación del gobierno”. Evidentemente, mi seguro sube porque lo ha hecho el IPC. Y en España se ha incrementado por debajo de la media europea. Lo que me dice mi agente de seguros es grotesco. Pero para qué voy persuadirle de que corrija tal despropósito si es fruto de un mantra que, de tanto escucharlo, ha transmutado en veraz. Por su formación, mi gestor debiera saber que le sobra la frase proposicional en la justificación de mi nueva tarifa. No obstante, estará encerrado en una “cámara de eco” de la que será incapaz de librarse. Y así se infla la burbuja. Otro cliente, al oírlo, lo dará por hecho y aumentará su indignación contra “Falconetti”, otro de los apodos más top de la “fachosfera”.
Los políticos saben que vivimos en burbujas epistémicas. Las explotan y, si es menester, las crean. Acabamos de tener un claro ejemplo. El candidato cuya investidura ha rechazado el Congreso ha convertido la necesidad en virtud y presentado su derrota parlamentaria con un falso dilema, confundiendo deseo con realidad: que no gobierna porque no quiere, no porque no puede. Basta con recordar la intervención del portavoz del PNV para desmontarlo. Una táctica de la confusión que estrenó desde su desembarco en la presidencia de su partido, diciendo que el Gobierno –al que los suyos venían tildando de “ilegítimo” desde su génesis— se estaba “forrando” con la recaudación de los impuestos a causa de la inflación. Sabía que era un argumento falaz, pero persuasivo. Venía de haber presidido durante trece años una Comunidad Autónoma que, de haber ocurrido lo que denunciaba, se hubiera “forrado” igualmente. Buscaba crear el marco adecuado. Y lo consiguió. ¿Cómo no va a hablar mi agente de seguros de “inflación del gobierno” si el inquilino de La Moncloa “se ha forrado”. Desde ese momento, pasa a ser un “impuesto del gobierno”. Uno más. Y así, a base repetir noticias con apariencia de realidad, pero que no eran reales, para diferenciar a los españoles “buenos” de los “malos” ha logrado una inflación de aplausos entre los suyos, pero ha fracasado en su principal propósito, la presidencia del Ejecutivo. Tras la derrota parlamentaria, ha seguido insistiendo en su victoria electoral. Impasible el ademán, dice que ha salido fortalecido. Efectivamente, se ganado una segunda oportunidad en caso de repetición electoral o de estrangulamiento de la legislatura. No es poco, visto lo visto, tras la primera digestión de la noche electoral. Pero la legislatura podría alargarse más de lo previsto. Y fuera del poder hace frío. Demasiado. Su antecesor fue despedido con un solemne aplauso en sede parlamentaria, tras ser “embestido” por los suyos, que perdieron la paciencia y lo ejecutaron políticamente en plaza pública. A quien hoy aplauden mañana pueden repudiar u olvidar. Es ley de la política, con minúsculas. Que se hayan sucedido tres presidentes en cinco años al frente la principal organización de la derecha española supone una inflación de cargos para un partido “de orden”. Un número muy por encima de sus posibilidades.
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